Niña Vieja es un grito poético contra el abuso sexual infantil. La lírica de los versos no deja decaer la tragedia de la violencia en la que niños y niñas son victimizados por parte de hombres agresores. La realidad no permite componendas ni imposturas. De hecho, los poemas se presentan en contrapunto con citas tomadas de la cultura, de diversas expresiones artísticas y de sentencias judiciales. Tal vez la administración de justicia en los tribunales de nuestras sociedades sea uno de los ejemplos más insoslayables y lacerantes de qué tipo de cultura hemos construido para nuestra convivencia. Si un agresor queda impune. Si una agresión queda minimizada. Si una víctima no es protegida, acompañada, provista de medios para restituirse, recuperarse, reencontrarse.
Los poemas desde los que se expresan tres niñas viejas de procedencias culturales distintas y pieles en las que el sol se refleja con diferentes longitudes de luz, conviven en el libro con la ruda y obscena prosa de la cotidianeidad: letras musicales que ensalzan la violencia sexual contra las mujeres, escenas cinematográficas donde la violación de mujeres es un personaje más, poemas famosos que traslucen una cierta mítica patriarcal del sexo forzado como epítome de la seducción masculina, o sentencias judiciales donde un pene adulto sobre el cuerpo desnudo de una niña no es violencia física o intimidación ni constituye violación si no llega a culminar una penetración por cualquier orificio anatómico.
La cultura, nuestras culturas, nuestros modos de pensar, sentir y actuar, son patriarcales. Como tales, rinden culto al poder de unos para la dominación de otras. Siglos de vida del ser humano sobre el planeta tierra han dejado patente que, si algo ha logrado permanecer, invariante aunque paulatinamente disimulada, es una cierta intención, netamente masculina, de lograr cuotas de poder para que la voluntad de unos prevalezca o se imponga sobre otros. Esa intención de poder es visible en todos los ámbitos sociales y está arraigada en todas las culturas, y es la semilla para cualquier tipo de violencia. El motivador íntimo del abuso sexual no es el sexo, sino la intención masculina de someter a otro ser humano, de anularlo y de cosificarlo de la manera más perversa posible: invadiéndole el cuerpo y quebrándole la identidad. El sexo se instrumenta, por el hombre agresor, como un mecanismo de invasión y dominación de la víctima, una mujer o un niño o niña.
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